viernes, 31 de octubre de 2008

Rero

Bailo en solitario con las luces apagadas. Llueve ahí fuera y sigue rodando el mundo, y yo aún no sé cómo. Muevo brazos, y imagino formas con mi cabeza: mirando arriba, abajo. Golpeo mi vientre rítmicamente. No tengo vergüenza, nadie me ve. Soy un árbol, que baila al son del viento, la música. Balanceo el cuerpo entero, silbo, y repiqueteo con los pies en el suelo. Entonces nada importa, y creo ser un poco más libre. Sonrío y me sorprendo riendo a carcajada limpia. No se por qué, pero creo que el alma es un pequeño animal con vida propia que se agita en mi interior. Vocalizo, y sin emitir ningún sonido inteligible, me veo rodeado de una tribu africana que danza, alegre y sin más preocupación que el que no les vea nadie. Es entonces cuando comprendo que yo soy yo como individuo, y que ellos son un yo grande, gigante, colectivo, abrazado a las raíces ancestrales del mundo. Son en sí un instrumento, creo que de percusión. Nunca los había visto antes, pero no se por qué motivo los guardo en una imagen instantánea. De repente me une a ellos un instinto, una sensación muy, muy agradable, y es la impresión de que son familia. Quizás tuve un requetemaxiabuelo perdido en la sabana, y nunca lo sabré. Seguro que era feliz, amable y sonreía con los dientes imperfectos. Tenía los pómulos envejecidos y los ojillos pequeños. Tocaba los nocturnos de Chopin a lomos de un rinoceronte, y aporreaba el tambor creando melodías que alegraban a los demás, y era feliz, así de sencillo.

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