domingo, 16 de diciembre de 2007

Al vulgo envío el silencio

Atrevióse el señor Maldonado, osado y resuelto, a exhalar burlona sonrisa en clase. Cosa normal, pudiera uno pensar, si no fuera porque la persona que en ese momento presidía el aula era doña A.M., profesora de la perfecta Ciencia que es la Matemática. Ante tal ruido, y no menos audaz, dirigióse mentada señorita a mentado alumno, y pronunció en canario acento: ¿Usted no sabe lo que es el silencio? Delante de majestuosa interrogación, don Ruben, asombrado, no pudo más que soltar un solemne sí. Alertada de la incongruencia, la astuta profesora inquirió: ¿Y si lo sabe, por qué no se calla?, casi en imitación a su majestad el rey y jefe del Estado (o broma de estado) español. Replicó falsamente arrepentido el alumno: lo siento. Y la profesora, crecida y desbordada en sus obligaciones, requirió al sumiso subyugado que debía confeccionar una redacción sobre lo que el silencio venía a ser. El nombrado alumno y un servidor, que viéndose ofendido por las culpas que la profesora había volcado sobre su compañero, pusiéronse manos a la obra y confeccionaron con participación muy mayoritaria de Ruben y modesta supervision de un servidor todo cuanto en las siguientes líneas profiero a explicarles. La redacción, no hace falta que reconozcan la originalidad, se llama el y se apellida silencio. Disfrútenla porque vale mucho la pena:

Silencio. Supongo que cuando Dios dijo eso sabía la que se le venia encima.
Lo que yo jamás sospeché fueron las consecuencias que iban a tener mis palabras. Por aquellos días, el hombre de moda y yo éramos vecinos. Él ocupaba un, llamémosle humilde loft de 300m2, justo debajo del lujoso altillo, antiguo cuarto de escobas, donde vive un servidor. El hombre de moda, huelga precisarlo, no era otro que Fernando Valbuena de Montijo.
Acaeció el día en que mi vecino Fernando Valbuena de Montijo y yo, coincidimos en el ascensor y mantuvimos un coloquio que sorprendióme.
Al verle, entré reservado; con esfuerzo estoico le saludé para luego acogerme en el silencio. Esperaba ansioso la llegada a tierra firme, cuando el aparato se detuvo entre dos plantas.
Fernando me miró y con toda la frugalidad del mundo, algo atípico para un hombre de moda, me preguntó: ¿Qué es el silencio, vecino mío?
Asombrado y ofendido por su pregunta respondí de manera fría, racional: el silencio, muy vecino mío, es la falta de sonido.
Fernando, supongo que algo desilusionado con mi respuesta, añadió molesto por mi falta de colaboración: dime ¿Qué características tiene éste?
Tal vez el hecho de encontrarme estacionado en un ascensor, ancestral por cierto, o el pensamiento absurdo, abstracto y falto de fundamento alguno, me hicieron responder metafísicamente: Hasta el silencio más profundo es roto siempre por un ruido.
Mi estimado Fernando restó ahora sorprendido e inquieto ante semejante comentario así que esta vez, pregunté yo: Dime Fernando Valbuena de Montijo tú, qué es el silencio si lo sabes.
Esbozando una leve y astuta sonrisa afirmo convincente que el silencio no existía, como tampoco el frío. Pareciéndole poco, afirmó que en un mundo como el nuestro no podía existir el silencio, pues como bien era sabido por todos, el silencio era lo mismo que el vacío, y el vacío no era más que la inexistencia de vida.
Me evadí pensado en su respuesta, cuando un importante estruendo hízome reaccionar y levantar la mirada que estaba perdida. Dos hombres y la casera nos ofrecían la mano para salir del ascensor.
Acerté a despedirme de todos ellos y regresé a mi, llamémosle lujoso cuarto de escobas, a pensar que tenía de cierto la afirmación de mi vecino, Fernando Valbuena de Montijo. Tras dos tragos de ardiente vodka concluí que el silencio, no era más que el ruido de la mente. El ruido que hacía la mente cada vez que procesaba situaciones, tales como las que aquel día acaecieron en una modesta finca, habitada por el hombre de moda, dos anónimos hombres, una casera y servidor.

¿Que es el silencio? ¿Y tú me lo preguntas? El silencio eres tú…

sábado, 1 de diciembre de 2007

Regalo de la imaginación

Basta con cerrar los ojos para oír tu canto cayendo en su espalda,

E imaginar la calidez que desprenden los pliegues de tus labios al besarle.

Basta con buscar la desaparición de tu habla para entender que

Su pérdida es un tesoro, un obsequio al mar inmenso que la guarda.