Arroz a la cazuela -quemado, como de costumbre- y vino. Le abrí las puertas de mi casa y de mi corazón. De par en par. Entró taconeando, ligera como siempre, y dejó sobre la mesa una libreta. Me besó en la mejilla y me dijo que allí apuntaríamos todos los momentos bonitos, todos los sentimientos. En la terraza, acompañaban las pocas estrellas que el cielo de Barcelona nos dejaba ver y una luna inmensa, tan guapa como ella. A penas puedo recordar nada de aquella conversa -una de las centenares que mantuvimos-. Recuerdo, sin embargo, su mano posándose sobre la mía, acariciándome los nudillos. Una mano pequeña y tierna.
-Yo nunca he estado así con nadie. Recuerdo su mirada al decirlo: profunda, limpia, sincera.
- ¿Así cómo?
- Así, acariciándole la mano a alguien, mirándole a los ojos, hablando de todo sin miedo.
Me entraron unas ganas irresistibles de besarla, de cogerla en brazos y tumbarla en el sofá. Ni la besé, ni la cogí, pero no era la primera vez que una conversa acababa en el sofá. Tumbados, abrazados. Ya habíamos pasado otros veranos abrazados, escuchando a Serrat, en bañador, sobre un sofá de terciopelo rojo.
- Dedícame dos canciones y yo te dedico otras dos.
¿Se hacían realidad mis sueños? ¿Tocaba por fin el cielo? Después de tantos meses enamorado de ella, sin contar con su correspondencia, todo parecía volverse de color azul. Cada nota y cada letra parecía tener un significado especial. Con las canciones nos decíamos lo que no nos atrevíamos a decirnos al oído. Remarcábamos algunas palabras entre risas y susurrábamos otras con los ojos cerrados, como si quisiéramos retener por siempre más ese momento en nuestras memorias.
Los pies nos llevaron a la cama, donde creí confirmar mis hipótesis. El silencio dio paso a las ganas. Con deseo se posó sobre de mi y me besó el cuello, la cara entera. Me abrazó con fuerza innata, como si no quisiera perderme nunca. La cogí de los muslos, subí lentamente y, dubitativo, pregunté.
- ¿Puedo seguir subiendo?
- Sí.
Subí, sin pensarlo dos veces, y di de bruces con su culo.
- Oye, tú tienes novio, le advertí.
- ¿Y qué? Solo te estoy besando el cuello.
No me acabó de dejar claro nada. Pero me dejé ir. La claridad nos sorprendió por la ventana y, cansados, los ojos se cerraron, dejando paso a los sueños. ¿Pero acaso no era un sueño todo aquello que estaba pasando?
A la mañana siguiente, al despertarnos, la fuí a besar. ¿Ahora ya somos pareja?, pensé. Ahora ya no tendré que sufrir más, ha llegado la hora de vivir el amor sin pegas, sin reproches, sin excusas, sin nos mayúsculos que no me dejen conciliar el sueño. Me apartó la cara. Los sueños le habían robado la mirada limpia, la mirada profunda y sincera que me había amado la noche anterior. Puso los pies en el suelo, se estampó contra la realidad.
- Yo tengo novio. Esto no ha significado nada.
Negó la mayor y, perplejo, abrí la libreta que había traido. Añadí una dosis más de realidad a la escena e inauguré las páginas cuadriculadas de aquel cuaderno.
"Sus ojos no mentían, anoche. Su cuerpo no mentía, anoche. Demasiado bonito para ser verdad."
Immediatamente cogió la libreta y al leer lo escrito me espetó:
- ¿Eres tonto?
No recuerdo si respondí. Lo que no olvidaré es aquella mirada, llena de cristales rotos. No olvidaré la escarcha posada en sus ojos, ni aquella noche en que, como tantas otras en ese verano, creí tocar el cielo, creí estar viviendo un sueño del que nunca debería haber despertado. Porqué guardo la esperanza humilde de pensar que sus ojos no mentían, que su cuerpo no mentía.
domingo, 11 de septiembre de 2011
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